El dilema de Trump: ¿Héroe populista o rehén de las élites?
Donald Trump no es un político común; es un cañonazo en medio de un salón lleno de cristalería fina. Con todas sus excentricidades, contradicciones e incluso delitos, logró algo que nadie antes había hecho: conectar con el resentimiento profundo, un enojo e indignación perfectamente legítimos y justificados de la clase trabajadora y los empresarios locales, esos que el sistema neoliberal había relegado al sótano. Mientras los otros prometían "cambiar el sistema desde adentro", Trump se presentó como el demoledor del club exclusivo de las élites.
Pero incluso el hombre que se jacta de ser inmune al chantaje enfrenta un dilema. Las mismas élites que dice combatir no han tardado en desplegar sus redes para convertirlo en un aliado conveniente. Porque si algo saben hacer los Musk, Zuckerberg, Bezos y compañía, es disfrazar sus intereses de "progreso". ¿Cómo puede Trump luchar por los olvidados cuando quienes monopolizan la riqueza intentan secuestrar su discurso?
Y este no es un problema exclusivo de Estados Unidos. En Latinoamérica, los pequeños empresarios enfrentan un sistema aún más perverso. Aquí no solo hay plataformas tecnológicas que te comen vivo; también están los bancos españoles y locales que te prestan dinero al 60% de interés y luego te culpan por no pagar. Aquí, los Musk no solo monopolizan mercados: hacen parecer que es tu culpa por no adaptarte a sus reglas.
Entonces, surge la pregunta inevitable: ¿pueden los negocios locales confiar en figuras como Trump para liderar esta resistencia? ¿O deben aceptar que el único camino es resistir por sí mismos, organizándose y movilizándose desde abajo? Porque si algo es seguro, es que en esta lucha no hay salvadores. Solo hay desplazados que se organizan o caen.
¿Por qué nos importa Trump?
Porque, nos guste o no, la influencia de Estados Unidos en Latinoamérica es ineludible. Queremos que Trump sea un aliado real para los negocios locales y cumpla sus promesas electorales, no otro charlatán moldeado por las élites, como el patético y acomplejado Javier Milei. Pero mientras eso se define, en nuestra región no faltan quienes tratan de imitarlo con resultados grotescos. Desde ex traficantes reconvertidos en políticos de derecha que sueñan con "Hacer Tepito Grande Otra Vez", hasta líderes chilenos de ultraderecha que parecen vivir bajo los efectos de sustancias más que de ideas. Ni hablar de los aspirantes con sobrepeso y raíces alemanas que, con tintura en mano, creen que aclararse el cabello los acerca a ser Trump. La copia, como siempre, es burda. El problema es que aquí no hay políticos serios para enfrentar; aquí hay un vacío que esos personajes intentan llenar con ridiculez y discursos baratos.
Trump y las élites: el dilema central
Trump nunca fue uno de ellos, y ese fue siempre su atractivo. Mientras los políticos tradicionales se vestían de tecnócratas para defender el libre mercado, él apareció con su traje de oro y un discurso que decía lo que todos pensaban, pero nadie se atrevía a decir: "El sistema está podrido y las élites lo manejan como su juguete privado". Por un momento, pareció que alguien había entrado al club solo para destrozarlo desde adentro.
Independientemente de su origen y siendo parte de la élite, su comportamiento refleja más a una estrella de televisión. Quizás por eso tiene tanta habilidad para disparar armas de distracción masiva que no solo paralizan a sus enemigos, sino que reconfiguran completamente el debate. En un mundo dominado por estrategas, Trump es el rey del caos, y ese es su poder: nadie sabe si su próximo movimiento será un error catastrófico o un golpe maestro.
Pero las élites no llegaron a donde están siendo ingenuas. Musk, Zuckerberg y los titanes de la tecnología no juegan para perder. Zuckerberg, por ejemplo, era el héroe de los demócratas hasta que dejó de serlo. Ahora promueve la "masculinidad" en Meta. ¿Cree en eso? Por supuesto que no. Pero sabe que hay dinero en vender discursos que mantengan ocupadas a las masas mientras él se queda con el poder.
Musk, por otro lado, es el maestro del disfraz. Antes era el genio progresista que recibió millones en subsidios del gobierno de Obama. Hoy, es el libertario que promete salvarnos de las élites, mientras se convierte en su encarnación más grotesca. ¿Y qué decir de los bancos, que prometen apoyar a los negocios locales mientras les imponen las tasas de interés más altas para financiar capital de trabajo? Cada discurso, cada promesa, es solo otra forma de mantener el control.
El dilema no es si Trump puede diagnosticar el problema; eso ya lo hizo. El verdadero desafío es si puede evitar que las élites lo usen como una herramienta para consolidar su poder. Porque mientras los bancos exprimen a los pequeños empresarios, las grandes plataformas tecnológicas los devoran y las petroleras aseguran que todo siga funcionando a su favor, los negocios locales siguen pagando los platos rotos. Y si Trump no enfrenta directamente a estos enemigos, su discurso será solo una brillante puesta en escena: ruido sin revolución.
El enojo contra las élites
El enojo, esa emoción que tanto incomoda a los acomodados del sistema, no es solo una reacción visceral; es una respuesta legítima. Es lo que sienten quienes, día tras día, ven cómo se les niega lo que les pertenece: una oportunidad justa de competir, de crecer, de simplemente sobrevivir. Y cuando el enojo se transforma en indignación y, en ocasiones, en ira, no estamos hablando de algo irracional o destructivo. Estamos hablando de una emoción necesaria para enfrentar un sistema que no se quiebra con sonrisas.
Mientras Musk juega a colonizar Marte y Zuckerberg encuentra una nueva moda ideológica que vender, los pequeños empresarios luchan por pagar la nómina. Mientras las plataformas digitales monopolizan mercados enteros, el banco les cobra intereses que rozan el abuso. Pero claro, cuando no pueden pagar, la culpa siempre es de ellos. ¿No saben manejar un negocio? ¿No trabajan lo suficiente? Eso dicen los mismos que diseñaron un juego en el que siempre ganan los de arriba.
En Latinoamérica, el enojo no solo es legítimo; es imprescindible. Aquí los bancos no prestan, asfixian. Aquí las plataformas tecnológicas no son herramientas de progreso; son aspiradoras gigantes que succionan cada peso que pasa por las calles de los pequeños negocios. Y el gran capital no solo bloquea el progreso: lo aplasta, lo convierte en polvo y luego te lo vende como si fuera innovación. Y cuando los pequeños negocios se quejan, las élites responden con cinismo: "Son el motor de la economía". Motor que ellos mismos se encargan de desmantelar pieza por pieza.
Pero no basta con indignarse. Ya lo vimos en Europa, donde los movimientos de indignados, aunque valientes, terminaron generando resultados que, en muchos casos, empeoraron la situación que los originó. Esto no es un llamado a la resignación; es un llamado a la estrategia. Porque si no se actúa con organización, el enojo se convierte en ruido, y el sistema, experto en absorber y neutralizar disidencias, seguirá intacto.
El enojo no es algo que deba reprimirse o minimizarse. Es algo que necesita organizarse. Convertir esa indignación legítima en un movimiento que desafíe al sistema. Porque, y esto es fundamental, no estamos hablando solo de números o políticas; estamos hablando de dignidad. La dignidad de quienes sostienen la economía real, de quienes se niegan a aceptar un sistema diseñado para aplastarlos.
Por eso nosotros no somos un observador neutral. Somos parte de la lucha. Porque este enojo, esta indignación, es la clave para construir algo más grande. No se trata de esperar a que alguien más venga a salvar a los negocios locales. Eso no va a pasar. Se trata de entender que no están solos, de canalizar esa ira hacia algo poderoso y organizado.
Entonces, la pregunta no es si el enojo es válido. Claro que lo es. La pregunta es: ¿cómo lo usamos? ¿Dejamos que se disipe en frustración o lo convertimos en un motor de resistencia? Porque si algo es seguro, es que el enojo es la primera chispa. Pero la resistencia, esa se construye juntos.
Resistencia y dignidad
La lucha contra las élites no es una opción; es una necesidad. Los bancos seguirán cobrando intereses que destruyen, no financian. Las plataformas seguirán marginando a los pequeños para concentrar el mercado en manos de unos pocos. Las petroleras y los gigantes tecnológicos seguirán vendiendo discursos de progreso mientras hacen retroceder a los negocios locales. Y Trump, con todo su ruido, puede que no sea más que un actor secundario en un guion escrito por las élites que dicen combatirlo.
Pero aquí está la verdad que nadie quiere admitir: el sistema no está roto. Está funcionando exactamente como lo diseñaron. Cada banco, cada plataforma, cada gran corporación sabe que su modelo depende de que los pequeños pierdan. Este no es un accidente; es el plan.
La pregunta es, entonces, ¿qué vamos a hacer con esto? Porque resistir no es algo abstracto. Es un acto concreto de organización, de construcción, de acción. No es esperar a que Trump, o cualquier político, cumpla sus promesas. No es confiar en un milagro desde arriba. Es tomar el control desde abajo.
Resistir es organizarse. Es construir plataformas locales que conecten a los negocios pequeños, herramientas tecnológicas que los empoderen, redes que los fortalezcan. Es entender que el enojo, la indignación y la ira no son solo emociones, son motores para un cambio que nadie va a regalar. Si no se organiza, el enojo se convierte en frustración. Si se organiza, se convierte en poder.
Y ese poder, el de los negocios locales que se niegan a desaparecer, es el único que puede enfrentar a las élites. En Estados Unidos, en Latinoamérica, donde sea, la historia es la misma: los pequeños son los que sostienen la economía, pero también los que pueden transformarla.
Resistir no es solo un acto de supervivencia; es un acto de dignidad. Porque no estamos hablando de números en una hoja de Excel; estamos hablando de personas que han sido tratadas como sobras por un sistema que cena en sus mesas, pero nunca los invita al banquete. Resistir no es esperar; es construir, es tumbar la puerta y sentarse en la mesa antes de que se coman lo último.