¿Ensalzar sexualidades y obesidades o salvar la economía? La traición a los trabajadores.
Declaración de un hecho de la causa: La verdad incómoda
¿Quién genera empleo en nuestros países? ¿Los gigantes tecnológicos con sus oficinas llenas de mesas de ping-pong y cafés de diseño? ¿Las grandes corporaciones que aparecen en la portada de Forbes cada semana? Por favor. Esos titanes de la globalización generan muchas cosas: dividendos para sus accionistas, planes de jubilación para sus ejecutivos… pero trabajo, lo que se dice trabajo, cada vez menos.
Los medianos y pequeños negocios, ese ejército invisible de medianos y pequeños talleres, negocios familiares y comercios locales, son quienes verdaderamente sostienen la economía. No salen en los titulares, pero representan más del 65% de los empleos. ¿Cuántos puestos de trabajo genera un robot de ensamblaje en una planta de Tesla o un algoritmo de Amazon? La respuesta es obvia: ninguno.
Un modelo obsoleto y una narrativa conveniente
Sin embargo, seguimos escuchando el mismo slogan: "Hay que atraer a las grandes corporaciones, crear condiciones para la inversión extranjera, fortalecer el mercado global." Claro, porque lo que necesitamos en el barrio son más centros logísticos automatizados, no tiendas y negocios locales que contraten vecinos.
La gran ironía del progresismo moderno
Y aquí viene la parte más divertida —o más bien trágica, según quién lo lea—: la izquierda, esa que solía hablar de los “trabajadores” con la solemnidad de un sermón sindical, ha cambiado sus prioridades. Los mismos progresistas que deberían estar defendiendo a los pequeños negocios y a sus empleados han decidido que es mucho más urgente discutir pronombres y celebrar cuerpos ajenos (“no se critican cuerpos ajenos” dice el nuevo mantra “progresista”). Al parecer, ahora es prioritario ensalzar a homosexuales, lesbianas, transexuales y "gordas orgullosas" de su sobrepeso, aunque ese orgullo luego colapse los sistemas de salud pública y haga subir el costo de los seguros colectivos.
Mientras tanto, las preguntas realmente incómodas —¿alcanza el salario para llegar a fin de mes?, ¿por qué el precio de la vivienda está por las nubes?, ¿cómo mejorar la educación de los jóvenes?, ¿son justas las pensiones?— se pierden en la lista de temas identitarios. Porque, claro, es mucho más fácil ganar likes defendiendo causas simbólicas que abordar las condiciones materiales que afectan la vida cotidiana de la mayoría.
¿Quién necesita una reforma fiscal para medianos y pequeños empresarios cuando podemos organizar una marcha por la aceptación de estilos de vida que colapsan los sistemas de salud? ¿Quién quiere reducir las tasas de interés para emprendedores si podemos celebrar el éxito de las grandes plataformas tecnológicas que precarizan el empleo?
El resultado previsible
Así estamos. Mientras los medianos y pequeños negocios, que son el verdadero motor económico, se hunden en deudas, regulaciones y burocracia, los políticos —de derecha y de izquierda— parecen vivir en una fantasía y realidad paralela. Las corporaciones prosperan, los bancos engordan y las plataformas tecnológicas precarizan, todo mientras los generadores reales de empleo son tratados como una molestia burocrática.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿qué hace falta para que alguien vuelva a mirar al mediano y pequeño negocio que levanta la persiana todas las mañanas y sostiene la economía?
Influencia de la política estadounidense en Latinoamérica
¿Quién dicta las reglas del juego en nuestra región? Si alguien todavía cree que la política económica en América Latina se decide en los parlamentos nacionales, es hora de que despierte. Las ideas económicas no se exportan en contenedores ni en paquetes diplomáticos: llegan en discursos, libros de texto y, cada vez más, en tweets, programas de YouTube y podcast. Y, cómo no, el modelo preferido a seguir sigue siendo el de Estados Unidos.
Pero, ¿qué pasa cuando el modelo está roto? Lo vemos cada día: un país donde las grandes corporaciones dictan las políticas fiscales como si fueran una carta al CEO, los bancos exprimen al ciudadano promedio hasta el último centavo y la narrativa política se convierte en un campo de batalla de guerras culturales que no resuelven nada.
Latinoamérica, por supuesto, no se queda atrás. Copiamos estas fórmulas sin cuestionarlas, pero aquí las consecuencias son aún más grotescas. No es una teoría; es una realidad. Basta con mirar a Argentina y su nuevo líder: un pubertario autoritario que combina el encanto de un vendedor de humo con la furia de un hincha de fútbol de ascenso enojado con el árbitro. Pero, claro, esto no sorprende. Los argentinos siempre han sido así: extremistas por vocación, perpetuamente sedientos de ídolos que los rediman. Desde Perón y Evita hasta Maradona con su aura de redentor, pasando por el insípido Messi, que nunca se ensucia las manos, y ahora este bocón de papada prominente que promete libertades mientras traza futuros tan caóticos como su obsesivamente cuidado peinado. ¿La fórmula? Fácil: dales asado, fútbol y dólares baratos, y estarán felices. Porque, al final, los argentinos siempre han sido maestros en tropezar con las mismas piedras, pero con estilo.
La advertencia de Sanders: un diagnóstico ignorado
Desde hace años, Bernie Sanders lo ha dicho claro: los demócratas en Estados Unidos abandonaron a los trabajadores, a los afroamericanos y a los latinos. ¿Por qué? Porque decidieron que era más importante conquistar aplausos en las universidades de la Ivy League hablando de género, identidad y diversidad que preocuparse por los salarios o los derechos laborales. Ahora, esta crítica ha sido retomada por James Carville, quien golpea nuevamente con una obviedad que todos conocen, pero nadie dice: es la economía, estúpido.
¿Y en nuestra región? Los gobiernos progresistas replican la fórmula: grandes discursos sobre minorías, campañas de diversidad llenas de colores, mientras los medianos y pequeños negocios —los verdaderos generadores de trabajo— se asfixian bajo impuestos desproporcionados y regulaciones absurdas. Al final, el progresismo latinoamericano termina abrazando la misma miopía de su modelo norteamericano: olvida a los que trabajan y ensalza a los que encajan en las causas de moda.
El precio del espejismo estadounidense
¿De dónde copiamos la idea de que es más urgente celebrar cuerpos ajenos que garantizar pensiones dignas? ¿Cómo llegamos a creer que más regulación financiera para medianos y pequeños negocios es progreso? La influencia de Estados Unidos es clara, pero en Latinoamérica las consecuencias son más brutales:
- Sistemas de crédito inaccesibles: En un país del norte, esto es un problema grave. En el sur, es una sentencia de muerte para el emprendimiento.
- La consolidación de monopolios: Si en EE.UU. Amazon destruye pequeñas librerías, aquí las grandes cadenas se comen a las economías locales sin piedad.
- Guerras culturales irrelevantes: Mientras discutimos los derechos de transexuales o gordas orgullosas, los precios de la vivienda suben, los salarios bajan y los negocios cierran.
La pregunta inevitable
¿Estamos condenados a copiar lo peor del modelo estadounidense? Porque si algo queda claro es que ni sus guerras culturales ni su obsesión por las grandes corporaciones son soluciones para nuestras realidades. La ironía es brutal: copiamos al pie de la letra un modelo que ni siquiera funciona allá.
Las consecuencias de esta traición
¿Y qué pasa cuando abandonas a los que realmente sostienen la economía? Fácil: el resentimiento crece, las empresas cierran y los trabajadores quedan a merced de promesas vacías. Pero lo más alarmante no es solo el daño económico; es el vacío político que se genera. Un vacío que, como bien sabemos, nunca permanece desocupado por mucho tiempo.
El abandono de los trabajadores y los negocios locales
Mientras las grandes corporaciones celebran récords de ganancias y los bancos llenan sus informes trimestrales con cifras astronómicas, los pequeños locales luchan cada día contra un sistema que parece diseñado para su fracaso. ¿Qué reciben a cambio? Impuestos imposibles de pagar, créditos inaccesibles y la indiferencia total de los políticos que supuestamente deberían representarlos.
Un sistema diseñado para fallar
El verdadero problema no es solo el abandono, sino que todo el sistema está construido para premiar a los gigantes y castigar a los pequeños. ¿Crédito? Solo para los que no lo necesitan. ¿Regulaciones? Diseñadas para los grandes, pero impuestas con rigor sobre los medianos y pequeños. ¿Impuestos? Los mismos que asfixian a los negocios locales y son eludidos por las grandes corporaciones.
La gran pregunta
¿Quién llena el vacío? Porque si la izquierda sigue obsesionada con ganar batallas culturales y la derecha se limita a seguir con su único apoyo a las grandes corporaciones trasnacionales y nacionales, los verdaderos generadores de trabajo quedarán atrapados en un sistema que no los quiere y en una narrativa que no los ve.
Es la economía, pero también es una traición
En política, como en la vida, todo se reduce a prioridades. Y las prioridades del progresismo actual son un espectáculo de distracción. Mientras los medianos y pequeños negocios bajan sus persianas, los trabajadores cuentan monedas para llegar a fin de mes y las economías locales se desmoronan, el debate público se enreda en guerras culturales que no pagan la renta, no llenan el carrito del supermercado y mucho menos sostienen a una familia.
La gran traición
¿De verdad importa si usaste el pronombre correcto cuando tu nómina está en rojo? ¿Qué relevancia tiene "celebrar todas las formas de cuerpo" cuando las primas de seguro colectivo se disparan y los hospitales públicos están desbordados? Esta es la gran traición: abandonar a los generadores reales de trabajo y riqueza —los medianos y pequeños empresarios y sus trabajadores— para complacer las ansias de virtuosismo moral de una élite intelectual desconectada de la realidad. Una élite política y universitaria que encuentra más rentable, políticamente hablando, aplaudir causas simbólicas que solucionar problemas tangibles, mientras las élites económicas y financieras concentran cada vez más poder y riqueza.
El futuro está claro, pero la pregunta es otra
Sí, es la economía, estúpido. Siempre lo fue. Pero también es algo más profundo: es una batalla por recuperar el sentido común en la política. Por devolverle el foco a quienes realmente sostienen el entramado social: los trabajadores y los medianos y pequeños empresarios. Por construir una agenda que atienda lo esencial antes que lo simbólico, que priorice las condiciones materiales sobre las banderas de moda.
Y entonces surge la verdadera pregunta: ¿queda alguien dispuesto a liderar ese cambio? Porque, si no lo hacemos, no solo perderemos nuestras economías locales; perderemos también la posibilidad de reconciliar lo político con lo humano. Y en ese caso, ¿quién responderá por esa traición?