Esto no fue una caída. Fue una actualización forzada.

En la historia del cine abundan los relatos sobre quiebres profundos. No hablamos de explosiones ni de grandes gestos. Hablamos de fallas. Fallas imperceptibles, discretas, casi elegantes. Esos momentos en que algo que parecía estable deja de estarlo, y lo que siempre habíamos dado por sentado, la continuidad, el soporte, el sistema, se vuelve visible. Pero no por su presencia, sino por su ausencia.
La mayoría de las veces, los sistemas no fallan con ruido. Caen en silencio. Caen como caen las certezas: sin testigos, sin aplauso, sin un titular que lo advierta. Para la mente, como para el cuerpo, lo que sostiene la vida no suele anunciarse. Simplemente funciona. Hasta que no. Y entonces, lo que era fondo se convierte en figura. Lo que era transparente se revela como estructura. Y uno se ve obligado a mirar, aunque no sepa del todo qué está mirando.
Hay películas que giran en torno a eso: un instante suspendido, una falla mínima, un corte seco. Lo que parecía una historia técnica se transforma en algo más denso, más incómodo, más real. No hay apoteosis. No hay redención. Sólo una especie de claridad: tenue, cortante, irreversible.
Eso ocurre en ciertas películas. La trama parece girar en torno a la tecnología, el mercado, o las instituciones. Pero lo que se despliega, lentamente, es otra cosa: una fractura estructural. Un punto ciego que, al hacerse visible, no señala el peligro. Señala la dependencia. Y cuando eso sucede, no hay transición. No hay narración que prepare el terreno. Sólo un corte limpio. Una falla que no se entiende al principio. Pero que estaba ahí desde el inicio.
Margin Call: La caída como procedimiento
En 2011, J.C. Chandor filmó Margin Call con la frialdad de quien entiende que el verdadero horror no necesita escenografía. Bastaron una oficina, una planilla rota y un grupo de ejecutivos que todavía creen, hacen creer, que pueden controlar algo. Todo transcurre en una noche. Pero esa noche, como el sistema que retrata, no termina. Se repite.
La escena inicial parece menor: un despido más en una firma que optimiza costos. Uno de los analistas, ya con la caja de cartón en la mano, deja un archivo sin terminar, con un comentario apenas audible: hay algo mal en los modelos. No lo dice como advertencia. Lo deja como residuo. Porque incluso dentro del derrumbe, la burocracia corporativa tiene jerarquías. El archivo es abierto por un joven que se queda haciendo horas extras, no por mérito, sino por hábito. Lo que encuentra no es un error. Es una grieta. Una celda que no resiste el peso de todo el sistema.
No hay alarma. No hay pánico. Lo que hay es una reunión.
El CEO, interpretado por el siempre magistral Jeremy Irons, no pide entender lo que pasa. Pide que se lo expliquen “como si hablara con un perro”. No es desprecio. Es método. Lo que está en juego no es la comprensión del fenómeno, sino su traducción operativa. No importa qué lo causó. Importa qué permite hacer.
El cálculo ya no funciona. Pero la cadena de mando, sí.
La crisis no estalla. Se calcula. Los activos están inflados más allá de lo defendible. Si alguien más lo nota, todo se desploma. Lo saben. Lo entienden. Y, sin embargo, deciden continuar. No porque crean que van a salvarse, sino porque todavía pueden mover piezas antes de que el juego se termine. La inteligencia, en estos entornos, no se premia. Se monetiza.
El guion nunca sugiere que sean inmorales. Dice algo más inquietante: que son funcionales. No hay antagonistas. Hay funciones. Cada personaje representa una pieza de una estructura que no debate lo que ocurre, sino que lo ejecuta. Lo único que se discute no es si vender, sino si hacerlo esta noche o esperar al amanecer. Cuando el riesgo se vuelve certeza, lo único que queda por optimizar es la posición de salida.
Chandor no filma el colapso como catástrofe. Lo filma como continuidad. No hay gritos, ni sirenas, ni portadas de diario. Hay pantallas encendidas, café recalentado y frases que suenan razonables solo porque ya no hay tiempo para cuestionarlas. Lo que colapsa no es el mercado. Es la posibilidad de discutirlo.
Y eso es lo que incomoda. No que el sistema falle, sino que todos lo sepan, y aún así lo mantengan en marcha. Porque hay algo más resistente que la convicción: el procedimiento. El conflicto no es moral. Es operativo. Nadie se indigna. Nadie se rebela. Porque lo verdaderamente insoportable no es el error. Es que el error haya sido anticipado. Que el derrumbe no sorprenda a nadie. Que lo único que falte sea un último clic.
Y cuando finalmente todo se ha entendido, nadie se levanta de la mesa. Porque la caída no es una interrupción. Es el siguiente paso lógico.
BlackBerry: Lo que ya no decía nada
En 2023, Matt Johnson dirigió BlackBerry, una película que, como suele pasar con las buenas historias mal interpretadas, fue leída como una crónica empresarial, cuando en realidad era una autopsia del lenguaje. No del lenguaje hablado, ni del código técnico, sino de esa forma más profunda de la comunicación: la que convierte un producto en un símbolo. Porque lo que esta historia muestra no es cómo una empresa cayó. Muestra cómo una lectura se volvió ilegible.
Durante años, BlackBerry no fue un teléfono. Fue un signo. Era lo que uno llevaba en la mano cuando quería dejar claro que no tenía tiempo para explicar lo que hacía. Funcionaba como un escudo ejecutivo: permitía recibir correos sin abrir una laptop, responder sin mirar el teclado, atender sin quitarse los lentes oscuros. Su estética no era elegante. Era funcional. Y en ese tiempo, eso bastaba.
En su apogeo, controló más del 50% del mercado global de smartphones. Lo usaban presidentes, banqueros, gerentes. La imagen era clara: si tenías un BlackBerry, no necesitabas justificar tu autoridad. Ya estabas autorizado. La marca no se apoyaba en diseño ni en storytelling. Se apoyaba en jerarquía.
La película reconstruye ese ascenso a través de dos figuras opuestas: Mike Lazaridis, interpretado por Jay Baruchel, obsesivo del detalle técnico, un ingeniero convencido de que lo perfecto es invisible; y Jim Balsillie, encarnado con intensidad seca por Glenn Howerton, un ejecutivo que no necesita que algo funcione, siempre que alguien crea que funcionará. Lazaridis es el código. Balsillie, el pitch.
Pero lo que importa no es la tensión entre ellos. Lo que importa es el entorno: un mercado que empieza a cambiar el lenguaje mientras ellos aún siguen afinando el hardware. Lo que antes era eficiencia, ahora es rigidez. Lo que antes era seguridad, ahora es opacidad. El teclado físico, que había sido el corazón del dispositivo, comienza a parecer un exceso, un peso muerto, una señal de que el producto no evolucionó con el contexto.
Hay una escena clave, una de esas donde no se dice nada relevante en el diálogo, pero todo se rompe en el subtexto. Lazaridis prueba un nuevo dispositivo. Todo parece estar funcionando. Pero el software se congela. El sistema, que antes respondía con precisión milimétrica, ahora tiene lag. No hay explosión. No hay alarma. Solo una pausa. Una latencia que no debería estar ahí. Y en esa pausa, se revela lo que todos ya saben pero nadie había dicho: el futuro ya no está en las manos de esta empresa.
Lo notable de BlackBerry es que no dramatiza la caída. La deja avanzar como lo hacen las cosas cuando ya no necesitan permiso: lentamente, sin sobresaltos, sin siquiera generar resistencia. Porque nadie en la empresa —ni Lazaridis, ni Balsillie, ni los técnicos, ni los vendedores— entiende realmente qué cambió. El producto aún funciona. La red aún opera. Los dispositivos aún se venden. Pero ya no dicen nada.
Ese es el punto más inquietante de la historia: la caída no ocurre porque algo deja de funcionar. Ocurre porque algo deja de significar. Mientras Apple hablaba de gestos, de emoción, de tocar el contenido, BlackBerry seguía hablando de funciones. Mientras uno diseñaba una experiencia emocional, el otro seguía calculando la cobertura.
El problema no fue técnico. No fue financiero. No fue operativo. Fue semiótico. Lo que falló no fue el dispositivo, ni la red, ni el modelo de negocio. Falló lo que el dispositivo representaba. La señal seguía llegando, pero ya no comunicaba jerarquía. La vibración seguía funcionando, pero ya no tenía urgencia. El teclado, aún preciso, había dejado de ser una ventaja: era solo un residuo de otra época.
BlackBerry no quiebra. No estalla. No desaparece. Pero deja de importar. Se convierte en eso que en programación se conoce como una función no llamada: sigue ahí, definida, estable, sin errores… pero sin efecto. El sistema lo tolera, pero ya no lo necesita. No molesta, no estorba, no falla. Solo ha perdido su capacidad de alterar el entorno.
Eso es lo verdaderamente inquietante: que el teléfono aún funcione, pero su funcionamiento no signifique nada. Que haga lo mismo, pero sin producir consecuencia. Porque un dispositivo no es únicamente lo que permite hacer; es también lo que le hace decir al que lo usa. Y cuando ese decir se vacía, cuando el símbolo se agota, aunque el objeto persista, no hay red que lo salve.
La caída no llega como escándalo. No tiene titulares. No hay momento de crisis. Solo ocurre. Se manifiesta como continuidad sin potencia. Como presencia sin política. Como el momento en que algo sigue estando, pero ya no produce ninguna diferencia.
La imagen no es la de un sistema colapsado, ni de una red apagada. Es la de una luz encendida en una sala vacía. Un dispositivo activo, conectado, funcional. Pero que ya no modifica nada. Ni al entorno, ni a su portador. Ni siquiera a sí mismo.
Moneyball: Cuando el juego ya no es el juego
En 2011, Bennett Miller dirigió Moneyball, una película que, como casi todas las buenas historias mal contadas, fue entendida como una fábula de gestión de talento. Pero en realidad, lo que expone no es una lección de liderazgo ni una metáfora sobre innovación. Lo que muestra es algo mucho más crudo: cómo se sobrevive en un sistema que ya no te permite competir, no porque falte visión, sino porque falta capital. Lo que se narra no es una épica de superación. Es una ingeniería de contingencia. Un modo de leer el juego justo cuando el juego ya te expulsó.
Billy Beane, interpretado por Brad Pitt, dirige a los Oakland Athletics, un equipo con uno de los presupuestos más bajos de la liga. Tras perder a sus tres mejores jugadores, la lógica indica que debe reconstruir. Pero lo que se encuentra es un comité técnico atrapado en el siglo pasado: cada scout propone opciones basadas en supersticiones disfrazadas de experiencia. Hablan del carácter de los jugadores, de sus novias feas, de su postura al caminar. No miden rendimiento. Miden aura. Y Beane, que ya no puede pagar ilusiones, tampoco puede seguir sosteniendo esa estética de la intuición. Entonces lo dice con brutal claridad: “Esto no es béisbol. Es una guerra entre ricos y pobres. Y los ricos siempre ganan.”
Esa frase no es una crítica al deporte. Es una declaración de arquitectura. Beane no está diciendo que sus jugadores son malos. Está diciendo que el sistema de clasificación está roto. Que los indicadores de valor están distorsionados. Y que si quiere seguir jugando, no puede hacerlo bajo las mismas métricas.
El punto de quiebre llega cuando conoce a Peter Brand, un economista sin presencia ni antecedentes deportivos, interpretado por Jonah Hill. Brand no propone una fórmula mágica. Propone una nueva unidad de medida: no se trata de cuánto se destaca un jugador, sino de cuántas veces se embasa. Y embasarse, para quienes no seguimos el béisbol, significa exactamente eso: llegar a la base, evitar el out, mantenerse en juego. No hay espectacularidad en eso. Pero hay eficacia. Y lo que Brand demuestra es que, cuando no tienes recursos, no puedes permitirte medir espectáculo. Tienes que medir resultado.
Beane no acepta la propuesta por fe. La acepta porque no tiene opción. Y en ese momento, cuando ya no hay margen, ni respaldo, ni plan B, empieza a ver con claridad. No porque haya ganado una visión, sino porque ya no tiene nada que proteger. Lo que sigue no es una revolución silenciosa. Es una negación estructural. Beane arma un equipo con descartes, con jugadores pasados de edad, con nombres que no encajan en la retórica de la victoria. No porque quiera hacer justicia, sino porque entiende otro lenguaje. Uno donde lo valioso no es lo visible. Es lo que permanece.
El equipo comienza a ganar. Pero el mérito no está en los triunfos. Está en la disonancia. En que nadie entiende por qué funcionan. En que los que miran aún no saben que el juego cambió. Lo que Moneyball registra no es una historia de éxito. Es un caso de herejía: un grupo de personas que deja de creer en el lenguaje dominante y empieza a ejecutar otro, sin avisar.
Miller no dirige la película con énfasis. No hay música de redención. No hay discurso final. Al contrario: Beane rechaza una oferta millonaria para dirigir un equipo grande. No porque quiera quedarse, sino porque ya no quiere volver al juego viejo. En una escena íntima, junto a su hija, elige seguir solo. No porque gane más. Sino porque entiende algo que los demás aún no vieron: que la competencia ya no se juega en el campo. Se juega en el sistema operativo que la define.
La película no cierra con gloria. Cierra con desplazamiento. El béisbol sigue. Las reglas siguen. Pero el código ya es otro. Solo que todavía no se ha actualizado el manual.
Y Beane, que ya lo había perdido todo —los jugadores, el presupuesto, la confianza de su entorno—, no descubrió el nuevo modelo desde una apuesta audaz, sino desde la intemperie. No tuvo una epifanía. Tuvo una intuición, nacida del agotamiento. No podía volver a empezar. No podía competir. Y fue esa condición —la de operar sin estructura, sin crédito, sin margen— la que le permitió ver lo que otros, más acomodados, no necesitaban mirar. Porque cuando ya no hay sistema propio, ni capital para inventar uno nuevo, lo único que queda es detectar las grietas del sistema que aún se sostiene.
¿Y si ese es el momento más lúcido de todos?
Cuando el sistema cae, no es un final
Podría decir que todo empezó hace unos días, cuando el entorno de desarrollo colapsó sin previo aviso, pero estaría mintiendo. No porque no haya sido real, fue tan real como un error fatal que te deja mirando una pantalla vacía, sino porque eso fue apenas la última línea de un log que viene escribiéndose desde 2019.
El sistema no falló de golpe. Falló como lo hacen los sistemas antiguos: dejando de responder en los bordes, desalineando funciones menores, lanzando alertas intermitentes que uno aprende a ignorar. Primero fueron los clientes corporativos: a medida que se renovaban las versiones, la ambición descendía. Lo mismo ocurría con la responsabilidad. En su lugar aparecían excusas familiares, autojustificaciones disfrazadas de equilibrio, adicciones al ocio con nuevas interfaces. Después cayó la lógica. Todo empezó a comportarse como un software mal actualizado.
Luego vino una gran pérdida. Esperada, pero pérdida al fin. A miles de kilómetros de distancia, pero suficiente para arrastrar estructuras enteras. Porque hay vínculos que no se caen. Se desploman.
Después llegó la pandemia. No hace falta narrarla: todos estuvimos ahí. Pero lo que nadie te pregunta es qué parte del sistema se te cayó primero. En mi caso, fue el cuerpo lo último en ceder. La quinta bicicleta rota. Cuatro cirugías. Y una verdad silenciosa: el backup era frágil.
Ahí podría haber terminado todo. Un cierre con moraleja. El regreso a lo seguro. Pero no había nada seguro. Solo una idea vieja, casi residual. Una versión anterior que seguía corriendo sin actualizaciones: la democratización de las finanzas. No como consigna. Como obsesión. Y desde ahí —sin capital, sin subsidios, sin ecosistema— decidí hacer lo que no tenía sentido: empezar desde cero.
El contexto me obligó a rechazar una plataforma famosa y sólida. No por convicción ideológica, sino porque no me hablaba. Era un sistema que exigía obediencia antes de permitir escritura. En el fondo, mi negativa no fue conceptual. Fue presupuestaria. Y como Billy Beane, tuve que buscar otra cosa. Y la encontré.
No fue amor a primera vista. Fue una lectura incompleta. No del código, sino de las funcionalidades. No entendía todo, pero algo en su estructura me resultaba familiar. Era limpio. Modular. Y, sobre todo, posible.
Trabajé solo durante semanas. Aislado. Sin soporte. Sin amigos. Sin clientes. Como un náufrago sin siquiera saber si el mar seguía ahí. Cada línea escrita sin red. Cada decisión tomada como si alguien fuera a auditarla, aunque nadie lo haría. Y justo cuando todo empezaba a tomar forma, el entorno colapsó. No la idea. El servidor. El sistema. La nube dejó de responder. No había acceso. No había logs. No había cronograma de recuperación. Y no había nadie esperando que hiciera nada. Eso, en ese momento, fue lo más liberador.
Porque cuando el sistema deja de responder del todo, cuando ni siquiera puedes simular que sigues dentro, ocurre algo inesperado: aparece el tiempo. No como recurso. Como espacio. Y ahí, por desesperación o quizás por lucidez, decidí mirar de nuevo.
Y lo que vi no fue lo que faltaba. Fue lo que ya estaba. Documentación que nunca había abierto. Módulos listos. Funciones no por crear, sino por leer. No se trataba de reconstruir. Se trataba de interpretar. El error no había sido técnico. Había sido semántico. El fallo no estaba en el entorno. Estaba en la forma de nombrarlo.
Entonces entendí lo que no había querido ver: que toda mi arquitectura anterior estaba montada sobre una premisa de competencia. Que solo podía construir si tenía lo mismo que los demás. Si escalaba igual. Si ofrecía las mismas promesas, pero gamificadas, personalizadas, conductuales, adictivas y más baratas. Pero cuando se termina el capital —no el financiero, el cognitivo, el afectivo, el narrativo—, ya no puedes seguir simulando que tienes opciones.
Lo más desconcertante fue descubrir que el sistema no me había fallado. Era yo quien lo había subestimado. El código abierto que había estado usando, desarrollado por una compañía sin alardes, sin slogans brillantes, sin marketing, resultó ser más generoso que cualquier promesa de plataforma cerrada. No solo por lo que permitía hacer, sino por cómo estaba escrito: con una claridad operativa y una belleza estructural que nadie se había molestado en vender. Yo, como tantos otros, había confundido silencio con precariedad. Creí que, si nadie lo promocionaba, debía ser incompleto. Así que traté de construir desde cero lo que ya estaba hecho. Confundí innovación con soberbia. Y si el entorno no hubiese colapsado, habría seguido convencido de que tenía razón.
Pero la revelación no fue sobre el código. Fue sobre lo que estaba midiendo. Como en Moneyball, el quiebre no estaba en el hecho de medir, sino en qué se mide. Y yo estaba midiendo las herramientas, no el propósito. Había perdido el foco: dejar atrás el objetivo de potenciar y defender negocios locales, para quedarme encantado con la belleza de las funcionalidades que yo estaba construyendo.
No tuve un momento de redención. Tuve una interrupción. Una pausa sin decorado. Un corte limpio. Y en esa pausa entendí algo que no se dice en los manuales: que no siempre se trata de escalar.
A veces, se trata de leer mejor lo que ya corre sin ti.