La Política de los Villanos: De las Emociones Negativas a Trump
Las Emociones Negativas: Entre Goleman y Trump
En su libro Emociones Destructivas, Daniel Goleman reflexiona sobre cómo las emociones negativas pueden corroer el bienestar personal y social. Claro, esto era en pleno auge del pensamiento new age posmoderno, esa etapa dorada en la que el mindfulness prometía salvar al mundo de sí mismo. Un pensamiento que, en retrospectiva, no solo explica las generaciones de cristal y los excesos del movimiento LGTB+, sino también las derivas neocapitalistas de quienes, alguna vez, juraron lealtad al marxismo entre sorbos de las bebidas trendy de la época y panfletos incendiarios que prometían revolucionar el mundo desde las aulas universitarias.
Hoy, esas almas revolucionarias han dejado atrás el comunismo utópico para abrazar un mundo de likes, filtros de Instagram y buenología —ese optimismo moral vacío—, adornado con disciplinas orientales, cannabis y promesas de equilibrio cósmico. Pero detrás de las sonrisas editadas y las citas trilladas de Paulo Coelho, se ocultan vidas miserables y sombras emocionales que harían tambalear a Freud.
Sin embargo, en el mundo político actual, las emociones negativas no solo destruyen; también construyen. Resentimiento, egocentrismo, indignación, nostalgia… ¿defectos? Nada de eso. Son herramientas, y Donald Trump ha demostrado ser un maestro carpintero, tallando con ellas el núcleo de su liderazgo.
¿Cómo reconciliar la visión casi budista de Goleman sobre el peligro de las emociones destructivas con su centralidad en la política contemporánea? Fácil: basta con cambiar el prisma. Para Trump y otros como él, esas emociones no destruyen al emisor, como temía Goleman; destruyen al otro, al enemigo. Funcionan como un combustible de alto octanaje, más potente que la esperanza y mucho más fácil de vender que la razón.
George Birnbaum, estratega y artesano de esta táctica, lo explicó sin rodeos: “El enemigo define quién eres”. Y Trump, ávido discípulo de esa escuela, ha hecho de esta máxima el hilo conductor de su carrera. Porque, seamos honestos, ¿hay algo más efectivo que culpar a otro por todos tus problemas?
Trump no solo adopta esta filosofía; la eleva al nivel de un arte. Su trayectoria no es la de un político que busca soluciones, sino la de un curador de villanos. Cada nueva amenaza —los inmigrantes, los medios, “los radicales demócratas”— es cuidadosamente seleccionada para alimentar esa maquinaria emocional que lo mantiene en el centro del escenario.
El Cirujano de las Emociones Negativas
Donald Trump no lidera; manipula. Su genio político no consiste en resolver problemas, sino en agrandarlos hasta transformarlos en una hemorragia colectiva. Si la política fuera un quirófano, Trump sería el cirujano que corta sin anestesia y deja cicatrices que sus pacientes exhiben con orgullo, como si fueran medallas de guerra. Porque, claro, ¿qué es la sanación cuando el verdadero objetivo es mantener abierta la herida?
Como decía Maquiavelo: “Es mejor ser temido que amado”. Pero Trump, siempre un paso más allá, no busca ni temor ni amor; su especialidad es el resentimiento. Esa mezcla explosiva de indignación y nostalgia es el combustible que enciende su maquinaria política. ¿Tablas de Excel? ¿Análisis detallados? Por favor. ¿Quién necesita datos cuando puede señalar a un inmigrante y proclamar: "Ahí está el culpable"?
Mientras la izquierda se desgasta elaborando gráficos y discursos académicos que nadie quiere escuchar, Trump entiende algo fundamental: el poder no reside en la razón, sino en las vísceras. Es allí, en lo más primitivo, donde siembra su mensaje.
En su narrativa, el conflicto no es un problema que resolver, sino una herramienta que utilizar. Cada enemigo —los medios, los inmigrantes, “los demócratas radicales”— se convierte en un catalizador de emociones. Trump no gobierna; antagoniza. Y su legado no será una política pública transformadora, sino un espectáculo en perpetua renovación.
Porque, al fin y al cabo, Trump entiende mejor que nadie lo que el público realmente quiere. No busca soluciones, busca drama. Como un productor de Broadway, sabe que el aplauso no viene de la resolución del conflicto, sino de su constante reinvención. Y en este escenario, no hay cierre de telón; solo una nueva temporada de caos.
El Villano como Estrategia Política
Ya citamos a George Birnbaum, quien lo explica con brutal honestidad: el enemigo une, define y moviliza. Trump no inventó esta estrategia, claro está; sería demasiado pedir. Pero la ejecutó con una precisión quirúrgica. Ha entendido algo que pocos admiten en voz alta: las masas no buscan héroes; necesitan villanos. Los tiempos de liderazgos tipo Mujica —ese abuelo bonachón que hablaba de austeridad desde su Volkswagen destartalado— han quedado atrás. Pero tampoco queda espacio para líderes como Obama, cuya retórica impecable fue incapaz de perforar el escudo blindado de la tecnocracia económica, mucho menos de los neocons que manejan la política de defensa y exterior de los Estados Unidos como si fuera su juguete personal.
Después de todo, ¿quién quiere escuchar al tipo honrado que promete estabilidad y moral inquebrantable? Eso es terriblemente aburrido. Los villanos, en cambio, ofrecen propósito, adrenalina, una lucha épica donde las emociones importan más que los resultados. Como en el teatro griego, el conflicto no es solo el alma de la narrativa, es el negocio.
El muro fronterizo es el ejemplo perfecto. Más que una barrera física, es un monumento a la exclusión. ¿Realmente importa si se construyó o no? Por supuesto que no. Lo relevante no era la estructura, sino su valor como símbolo, como un muro mental para los seguidores de Trump. Resolver el problema habría sido un error estratégico; lo importante era mantener vivo al enemigo. Sin conflicto, no hay narrativa. Y sin narrativa, ¿quién es Trump?
Esta táctica no es exclusivamente suya, por supuesto. Jair Bolsonaro en Brasil convirtió a las políticas ambientales en su villano favorito, porque ¿quién necesita bosques cuando hay votos que ganar? Viktor Orbán en Hungría eligió a Bruselas como su antagonista ideal, retratando a la Unión Europea como el ogro de los valores nacionales. Y luego está Javier Milei, el pubertario argentino que se propuso destruir a la “casta” política… solo para llenar su gabinete con la misma casta que juró combatir. ¿Y los pobres que tanto desprecia? Ironías de la vida, fueron ellos quienes lo llevaron al poder.
En todos estos casos, el truco es el mismo: mantener al enemigo siempre visible. Porque sin un enemigo, el poder se diluye, los discursos pierden fuerza y los seguidores, privados de un propósito, podrían comenzar a hacerse preguntas incómodas. Y eso, claro, es lo último que cualquier líder como ellos desearía.
Nostalgia como Política
“Make America Great Again” no es un lema; es una invitación a un pasado mitificado. Un pasado tan perfecto como inexistente. Trump ha tomado la nostalgia y la ha transformado en un arma política, prometiendo un retorno a una grandeza que, si alguna vez existió, lo hizo solo en los comerciales de los años 50. Pero no se equivoquen: esta nostalgia no es para todos. Es selectiva, cuidadosa. Ignora deliberadamente las desigualdades raciales, las tensiones sociales y el pequeño detalle de que para muchos, esos "buenos tiempos" nunca fueron tan buenos.
No es una invitación a aprender del pasado, sino a idealizarlo. Porque, claro, ¿para qué enfrentar las complejidades históricas si puedes pintarlas con un filtro sepia?
Sin embargo, la nostalgia no opera sola; tiene dos aliados naturales: el egocentrismo y el resentimiento político. “Tú mereces más, y alguien te lo quitó”. Es una fórmula tan simple como efectiva. En este guion, cada votante es el héroe de una epopeya. Y Trump, siempre el showman, se presenta como el general infalible que los llevará a la victoria. ¿El resultado? Una narrativa que excluye, divide y, por supuesto, deja los problemas estructurales exactamente donde estaban. Pero eso, ¿a quién le importa mientras el espectáculo continúe?
El contraste se hace aún más brutal cuando miramos la historia. Franklin D. Roosevelt, enfrentando la Gran Depresión, apostó por el New Deal para construir puentes, literal y metafóricamente. Lideró un proyecto colectivo, reforzó comunidades y dejó un legado tangible. Trump, en cambio, en el fondo no hizo nada muy diferente a seguir la inercia del sistema que dice combatir. Su primer mandato fue menos un cambio y más un espectáculo. Está por verse si los superricos de su segundo gobierno —figuras como Elon Musk y otros críticos de Davos— serán capaces de transformar algo más allá de su propia retórica antiestablishment.
Sin embargo, criticar a Trump y a sus imitadores no es un llamado a oponerse a ellos con argumentos racionales y gráficos de barras. Es todo lo contrario. Son síntomas de una época, reflejos de dinámicas emocionales profundas que, si no se comprenden, condenan a cualquiera que aspire a un espacio de poder —sea en política, economía, negocios o incluso en lo social— a la irrelevancia. En este mundo, no basta con tener la razón; hay que saber encender pasiones.
El Legado del Caos Emocional
Donald Trump no es un líder convencional; es un antagonista. Su éxito no está en resolver problemas, sino en transformarlos en espectáculos, alimentando resentimientos, idealizando un pasado inexistente y señalando villanos que refuercen su narrativa. En su regreso, ha demostrado que las emociones destructivas no son un defecto, sino una herramienta clave en la política contemporánea.
Pero, ¿cómo se apagan esas emociones cuando el gobierno que las aviva no puede solucionar los problemas reales? Promesas como las expulsiones masivas de inmigrantes pueden satisfacer a las bases, pero amenazan con golpear a las clases ricas que dependen de servicios de cuidado, a la hotelería y a la agricultura. Por otro lado, los símbolos, como una fábrica inaugurada aunque vacía, pueden operar como prueba emocional de que “algo se está haciendo”, aunque el impacto real sea mínimo.
Daniel Goleman advertía que las emociones destructivas corroían el bienestar personal y social. Trump, sin embargo, las ha llevado al escenario político, amplificándolas como un combustible de corto plazo. ¿Qué sucederá cuando esas emociones se vuelvan insostenibles?
La verdadera pregunta es esta: ¿pueden los opositores a Trump usar esas mismas emociones en su contra? Villanos como los bancos, las altas tasas de interés o las élites corporativas podrían convertirse en catalizadores de un nuevo tipo de resentimiento. Porque si algo ha demostrado Trump es que, en la política de las vísceras, no hay espacio para la lógica, pero sí para un enemigo identificable.
Como decía T.S. Eliot, “entre la idea y la realidad, cae la sombra”. Y bajo la sombra de este segundo mandato, las emociones destructivas no solo moldean el liderazgo de Trump, sino que redefinen el poder político, dejando en el aire una pregunta inquietante: ¿quién será el próximo en capitalizarlas?