Mientras el saxo siga sonando: dos estados, un día sin desenlace.

Mientras el saxo siga sonando: dos estados, un día sin desenlace.

Nota técnica – Hawkins y Coltrane: el arte de no resolver

Love Song from “Apache” no nació para ser memorable. Era parte de una banda sonora de western: la película Apache (1954), con música de Franz Waxman, más interesada en acompañar la mirada atormentada de Burt Lancaster que en hacer historia musical. Pero Coleman Hawkins hace lo que saben hacer los verdaderos dueños del saxofón tenor: toma un tema olvidable y lo convierte en un manifiesto emocional.

No lo transforma con virtuosismo, ni con velocidad, ni con reharmonización extrema. Lo hace a través del sonido. El vibrato amplio, las entradas casi guturales, el fraseo extendido más allá del compás. Hawkins no improvisa: habita. Toca como si cada nota le costara una confesión. No corre, no seduce, no cierra. Es una balada, sí, pero no de amor: es de alguien que ya dejó de esperar.

La armonía es básica: una progresión tonal menor que se repite sin variantes. Pero eso no le quita profundidad, porque Hawkins entiende lo esencial: cuando el timbre dice la verdad, la armonía puede quedarse quieta. El resultado no es un tema triste, ni melancólico. Es más difícil que eso: es una aceptación sin dramatismo.

Al otro extremo, Impressions, grabado en vivo en el Village Gate con Eric Dolphy, se presenta con el envoltorio de la libertad modal. Un Dorian menor sin trampas, sostenido por el groove inamovible de McCoy Tyner y Elvin Jones. Pero aquí no hay zona de confort. Coltrane entra con una tensión que no se justifica, como si llevara algo encima. Dolphy, en lugar de calmarlo, lo incita. El clarinete bajo aparece como una figura retórica incómoda, que pone en duda cada frase del líder.

No hay progresión armónica. No hay narración melódica. Hay acumulación. Capas de intensidad que no buscan dirección, solo espacio. El solo no se resuelve porque no hay nada que resolver. Dolphy desarma, Coltrane reconstruye, pero sin volver al mismo lugar. El tema termina por extenuación.

Así, entre Hawkins y Coltrane, se traza un territorio emocional sin resolución. Uno sostiene. El otro empuja. Ninguno cierra. Como ciertas jornadas que parecen normales, pero no lo son. Como días donde el saxofón no suena, pero igual está ahí, en alguna parte, diciendo algo que nadie pidió.

El día sin partitura

Entre Hawkins y Coltrane hay una diferencia de tempo, sí. Pero también de metabolismo. Uno sostiene, el otro avanza. Uno se planta, el otro busca. Lo curioso es cuando el día —sin necesidad de anuncio, ni alarma, ni efeméride— se afina justo en el punto medio entre ambos. No hay partitura, pero todo vibra. El aire, la piel, incluso el silencio. Algo se mueve adentro, aunque afuera no pase nada.

No hay anuncio. Nadie lo dice, nadie lo pregunta. Pero el cuerpo —ese metrónomo sin clemencia— sabe que hoy no es neutro. Hay una electricidad leve en el aire, como si algo estuviera por empezar o por terminar. Y no hace falta un calendario para saberlo. Basta con escucharse el pulso.

En días así, Hawkins no alcanza. Su contención abriga, sí, pero no resuelve la vibración que viene de otra parte. Una que no busca equilibrio ni comprensión. Una tensión de origen interno, no emocional, sino estructural. Como si uno viniera afinado para no quedarse quieto, incluso cuando lo intenta.

Y entonces aparece Coltrane. No como consuelo, sino como confirmación. La energía no viene de él, pero lo interpreta. Se mete en el cuerpo como un ritmo que no se puede marcar, pero tampoco ignorar. La batería no empuja: traduce. la base repetitiva no acompaña: refleja.

No se trata de nostalgia, ni de epifanía. Es más seco que eso. Es el reconocimiento de un estado: el de estar a punto. No para hacer, ni para decidir, ni para cambiar nada. Solo para registrar que algo está vivo ahí. Que late. Que no se va.

Y así pasa el día: sin estructura, sin lenguaje, pero con una intensidad subterránea que se filtra en todo. El espejo lo nota. El café también. Nadie lo llama por su nombre, pero uno lo reconoce en cuanto empieza a sonar por dentro. No es un tema, es una frecuencia. Y uno sabe —sin necesidad de explicación— que no va a durar, pero mientras esté, hay que dejarlo vibrar.

Cuatro notas y un acorde

Algunas melodías no necesitan armonía. Bastan cuatro notas para sostenerlo todo. Cuatro sonidos distintos, dispuestos en el orden que no se elige, pero que se reconoce. No forman una escala. No hacen una frase. Pero están.

Una de esas notas viene de lejos. Tiene cuerpo, tiene memoria. Suena grave, como si supiera de qué están hechos los cimientos. No cambia, pero no estorba. Es la tónica. El punto de apoyo. Cuando todo lo demás se tambalea, ella sigue ahí, en pedal.

Otra es más aguda, más limpia. Irrumpe como si acabara de llegar a este sistema tonal sin que nadie la invitara. Y sin embargo, todo lo que toca se ilumina un poco. Tiene errores de digitación, sí, pero también el don de volver nuevo lo que ya se tocó mil veces.

Una tercera es discreta. No busca destacar, pero siempre aparece justo cuando hace falta. A veces en la contratiempo. A veces doblando una línea que parecía sola. No se impone, pero sostiene. Es la armonía invisible. La que no se escucha si uno no presta atención. Pero si falta, se nota.

Y la cuarta… no es nota, sino un silencio sin convocar. Ni deliberado ni trágico: un intervalo vacío que nadie llenó, tal vez porque jamás recibió la señal. Si la tuviera, entraría —quizá a destiempo, quizá con un timbre ajeno— pero entraría. Y justo esa expectativa, esa latencia, altera el resto de las voces. El espacio callado puede pesar más que cualquier nota prolongada. Así pasa a veces: lo que falta dice más que lo que suena.

Cierre suspendido

No siempre se escucha el final de una pieza. A veces simplemente deja de sonar. Uno se queda esperando el fade out, la nota larga, el gesto de cierre. Pero no llega. Y no es un error. Es una decisión.

Hawkins termina sin resolver porque no está pidiendo nada. Coltrane tampoco: él simplemente deja de empujar cuando ya no hay más espacio. Ninguno de los dos necesita clausura. Solo confirmar que estuvieron ahí.

Hoy no hay coda —ese tramo final que algunas piezas traen para cerrar con orden. No hay recapitulación. No hay vuelta al tema. Lo que había que decir ya sonó. Y lo que no, no va a decirse. No hace falta. La melodía está completa justo porque no se cerró. Como ciertas frases que uno nunca termina, pero igual se entienden.

En el fondo, no se trata de la música. Nunca se trató solo de eso. Se trata de lo que queda cuando ya no hay compás, ni tema, ni letra. Cuando solo hay una vibración que persiste, aunque nadie la esté tocando. Un tono bajo, constante. Como un acorde que se insinúa pero no entra. Como una pregunta sin signo.

Eso queda. Y basta.

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