Nunca le creas a una corporación y menos a un empleado corporativo
Hace algunos años, el índice de McKinsey sobre diversidad fue presentado como una revelación corporativa, casi un evangelio. La conclusión era tan simple como rentable: mientras más diverso el equipo, más jugosos los resultados. Mujeres, minorías de todo tipo —negros, latinos, asiáticos, gays, travestis, transexuales— y credos diversos... todo cabía bajo el paraguas de la rentabilidad. Era el signo político de los tiempos: abrazar la inclusión no solo era "lo correcto", sino que garantizaba mayores márgenes de ganancia. Y claro, las corporaciones no tardaron en alzar la bandera de la diversidad, no por convicción, sino por conveniencia.
Grandes bancos como Morgan Stanley, tecnológicas como SAP, consultoras globales, compañías de servicios, e incluso sectores tradicionalmente conservadores como la minería y la construcción, se lanzaron a la carrera por ser más inclusivos. Barrick Gold y otras gigantes de las materias primas adoptaron discursos sobre equidad de género, mientras que las tecnológicas y las consultoras llenaban sus reportes anuales con fotos de equipos diversos, como si la diversidad corporativa fuera una especie de estampita para ahuyentar críticas.
Que quede claro: para mí, la diversidad, inclusión y equidad nunca han sido una biblia a seguir ciegamente. Siempre he sido escéptico respecto a estas políticas, no porque no reconozca su importancia, sino porque las he visto usadas una y otra vez como herramientas de marketing, vaciadas de cualquier convicción real. Es más, incluso bajo mi escepticismo, creo que la discusión debe volver a lo esencial, lejos de las abstracciones ideológicas que las élites debaten en su burbuja y que la gente común no entiende ni comparte. Sin despreciar las opciones, condiciones, preferencias u orígenes de cada persona, me pregunto: ¿Qué es más prioritario para la mayoría? ¿Que los sueldos alcancen para llegar a fin de mes, que el precio de la vivienda sea justo, o usar la palabra "todes" o preocuparse porque alguien quiera usar el baño de hombres o de mujeres, y viceversa? Las respuestas son claras. La base material es todo. Si queremos hablar de identidades, estas deben estar enraizadas en la clase trabajadora y los negocios locales, no en conceptos diluidos y discursos woke que solo tienen eco en una minoría. Estas identidades no son ni serán la vanguardia de ninguna transformación significativa, más allá de la "marcha del orgullo".
Meta, McDonald’s, Harley Davidson y Ford también se sumaron al desfile de la inclusión con discursos vibrantes y compromisos grandilocuentes. Había conferencias, campañas, informes anuales cargados de diversidad fotográfica y hasta cuotas para minorías entre sus proveedores. Pero, ¿alguien realmente creía en la sinceridad de estos gestos? Las empresas, al fin y al cabo, no son altruistas; son máquinas de ganar dinero. Porque, claro, para las corporaciones era mucho más barato y rentable inventarse días de la diversidad, poner banderas multicolores y contratar al "negrito de Harvard de la diversidad" o al travesti de origen mexicano y poblano, moreno y chaparrito, mal pagado, para exhibirlo como símbolo de inclusión, que pagar sueldos justos a sus trabajadores. Es el cinismo en su máxima expresión: capitalizar la diversidad mientras perpetúan desigualdades estructurales.
La Diversidad como Estrategia Rentable
Fue McKinsey quien dio el sermón: la diversidad no solo era moralmente correcta, también era rentable. Según su índice, las empresas con mayor diversidad de género y etnia en los niveles ejecutivos obtenían un 9% más de rentabilidad que el promedio. Mientras tanto, las menos diversas tenían un 66% menos de probabilidades de generar buenos resultados. La conclusión era clara: sumar mujeres, minorías, credos e ideas diversas no solo llenaba auditorios, sino también los balances contables.
Y claro, las empresas hicieron lo que mejor saben hacer: interpretar el mensaje no como un imperativo moral, sino como una fórmula matemática. “Diversidad es igual a dinero”, parecían decir. Así nacieron programas de equidad de género, paneles sobre inclusión y hasta incentivos para proveedores diversos. Todo empaquetado y vendido como la receta del éxito.
Goldman Sachs organizaba paneles donde altos ejecutivos hablaban sobre el “valor de la diversidad”, mientras consultoras globales como Deloitte diseñaban estrategias de inclusión que vendían como herramientas de transformación cultural. En sectores industriales, compañías como Rio Tinto llenaban sus campañas con imágenes de mujeres manejando maquinaria pesada, asegurando que su compromiso con la equidad era tan inquebrantable como el acero que produce.
Y luego estaban los gigantes como Meta, McDonald’s, Harley Davidson y Ford, que no querían quedarse atrás. “La diversidad nos hace más fuertes”, repetían sus ejecutivos con la convicción de quien lee un teleprompter. Por un tiempo, ser inclusivo era el gran negocio del capitalismo: un traje que te hacía lucir progresista aumentaba tu rentabilidad y de paso blindaba a la empresa contra críticas externas. Pero ¿alguien realmente creyó que este amor por la diversidad era genuino?
La Influencia de Donald Trump y el Cambio de Rumbo Corporativo
Y entonces llegó Donald Trump. Con su retórica provocadora y frases lapidarias como “solo hay dos géneros”, logró lo que parecía imposible: redefinir el clima cultural y político, y con ello, cambiar las prioridades de las corporaciones. El viento político soplaba en otra dirección, y, como era de esperarse, las empresas ajustaron las velas.
Las mismas organizaciones que habían abrazado la diversidad como un mantra empezaron a retroceder. Meta, por ejemplo, declaró oficialmente que sus políticas de igualdad habían llegado a su fin. ¿El motivo? Según su narrativa, la cultura corporativa había sido “castrada” por tanta inclusión, y era momento de devolverle su “energía masculina”. McDonald’s, por su parte, eliminó sus objetivos internos de igualdad y los requisitos de diversidad para proveedores, mientras seguía proclamando que la equidad seguía siendo “un valor corporativo”. Claro, porque nada grita más “compromiso” que abolir lo que se predica.
Harley Davidson, el ícono de la testosterona sobre ruedas, decidió retirar los incentivos para proveedores diversos y abandonar los índices de igualdad corporativa. Incluso Ford, que había gastado años construyendo una imagen inclusiva, dio un giro de 180 grados, declarando que ahora habría “menos implicación en asuntos políticos”. ¿Qué ocurrió con las cuotas, los objetivos y los discursos llenos de aplausos? Simple: ya no eran políticamente rentables.
La lógica detrás de este cambio es tan cínica como predecible. Las empresas no esperaron a que Trump firmara una sola ley; simplemente anticiparon que el discurso político y social había cambiado. Como buenos oportunistas, entendieron que era el momento de desandar el camino recorrido. ¿Quién necesita políticas inclusivas cuando el nuevo clima las califica como un “capricho woke”?
Impacto en la Sociedad y Percepción Pública
El retroceso en las políticas de diversidad no solo es un golpe para quienes realmente creyeron en la inclusión como una causa justa; también es una lección amarga sobre cómo las corporaciones manipulan narrativas para alinearse con las tendencias políticas del momento. Lo irónico es que, mientras estas empresas se desvisten de su fachada inclusiva, las redes sociales y la opinión pública parecen haber declarado una guerra cultural contra todo lo que huela a “demasiado woke”.
El caso de Budweiser es quizá el ejemplo más emblemático. Todo comenzó con una campaña de Bud Light que incluyó a una modelo trans en sus latas. El resultado fue un boicot furioso encabezado por personajes como Kid Rock, quien disparó contra las latas mientras gritaba insultos. Budweiser, en un acto de rendición absoluta, retiró la campaña y trató de distanciarse de lo que una vez promovió. Pero el daño estaba hecho: la marca quedó atrapada en una guerra cultural que ni siquiera entendía.
La percepción pública de las marcas que retroceden en sus compromisos de inclusión es ambivalente. Por un lado, están quienes aplauden estos movimientos como un retorno a la “normalidad” y al “sentido común”. Por otro, hay sectores que ven este retroceso como una traición a los valores que las mismas empresas promovieron durante años. Pero en ambos casos, queda claro que la narrativa de la inclusión nunca fue más que un accesorio para aumentar la rentabilidad.
El impacto de este cambio de rumbo va más allá de las empresas. Refleja una sociedad dividida, donde los avances sociales son cuestionados como “modas” pasajeras y los retrocesos se justifican con argumentos económicos. Pero la gran pregunta sigue siendo: ¿qué nos dice esto sobre el compromiso real de las corporaciones? Si su brújula moral está atada al viento político, ¿cómo podemos confiar en que representen algo más que su propio interés?
El Cinismo Corporativo
Las corporaciones nunca se han caracterizado por su altruismo. Adoptaron la diversidad porque era rentable, y ahora la abandonan porque, aparentemente, también lo es. El cambio en las políticas de inclusión no es más que una demostración de que, en el mundo corporativo, los valores son negociables, y las tendencias políticas dictan el curso de la “moral empresarial”.
En este escenario, no sería sorprendente que en los próximos meses McKinsey publique un nuevo estudio, esta vez demostrando cómo abandonar la diversidad resulta más rentable. ¿Y quién los culparía? Después de todo, si las empresas han logrado justificar ambos extremos del espectro moral con cifras, ¿por qué no lo haría una consultora?
Lo que queda claro es que no debemos creerles. Ni a las corporaciones ni a sus empleados con discursos de inclusión prefabricados. Ni a quienes ahora celebran el "sentido común" o justifican eliminar la diversidad como una vuelta a lo esencial. En el fondo, su único credo es el dinero, y lo seguirán donde sea que los lleve. El cinismo de antes es exactamente el mismo cinismo de ahora, solo adaptado al clima político del momento. La próxima vez que te hablen de valores corporativos, recuerda: están diseñados para cambiar tan rápido como el viento político.