¿Qué podemos aprender de los palestinos y judíos?

¿Qué podemos aprender de los palestinos y judíos?

No, esto no es la historia de una guerra. No es la historia de un genocidio, ni de una defensa heroica —según quién la cuente. Tampoco es la historia de Israel y Palestina, esa herida que lleva décadas supurando en el mundo. Es la historia de un país lejano, diminuto, encerrado entre una montaña interminable y un océano inmenso, del cual provengo. Pero no, tampoco es su historia entera. Es apenas un fragmento de mi propia memoria, esa visión minúscula que construí desde los rincones donde me tocó mirar.

Los chilenos, esas personas curiosas, fascinantes en su manera de mirarse al espejo y preguntarle al mundo qué opinan de ellos. Quizá sea la geografía. Tal vez por eso están siempre pendientes —ansiosos— de lo que el resto del planeta piensa, mientras se creen el centro del mundo. Aunque claro, hay que decirlo: no tan centro como los argentinos, que directamente se creen el mundo. La historia tampoco ayuda: el primer marxista electo en las urnas, el primer experimento neoliberal bajo los golpes de un régimen militar. Chile siempre tan primero. Como si la autora de No Logo estuviera escribiendo su guion.

Pero volvamos, porque hay que volver. A los palestinos y a los judíos, que son —se supone— el centro de esta historia. Aunque las historias nunca tienen un solo centro, siempre están hechas de rodeos, de esquinas. Y mi historia con ellos comienza en un rincón pequeño, íntimo, casi casual: mi acercamiento, ese cruce inicial que parece anecdótico, pero que después se llena de ecos.

Hice mis estudios secundarios en un colegio católico, como tantos otros, lleno de esos adolescentes que crecen queriendo ser más de lo que son. Clase media aspiracional, decían. Allí convivíamos con una mayoría notable de hijos y nietos de palestinos, sirios, libaneses. Sobre todo, palestinos, porque en Chile hay más palestinos que en ningún otro lugar fuera del Medio Oriente. No es casualidad. Escaparon, casi todos, de la Primera Guerra Mundial, de un imperio otomano que se desmoronaba. Y llegaron aquí, al fin del mundo. A veces los funcionarios, con su imaginación burda, les cambiaban los apellidos: no entendían las letras extrañas y les ponían un Díaz, un Pérez, un González, como quien sella un pasaporte con desgana. Venían sin más que sus manos y sus oficios; algunos pasaron por otros países antes de aterrizar en esta delgada franja.

Mis compañeros eran la generación que empezaba a salir a flote. Sus padres o abuelos habían llegado en los años cincuenta, cuando Chile era —digámoslo— casi el más pobre de Latinoamérica. Pero ya había ramas de estas familias que habían trepado alto: comerciantes, dueños de talleres que se convirtieron en grandes empresarios. Como suele pasar, coronaron su éxito en las finanzas, ese lugar donde el dinero deja de ser solo dinero y se convierte en poder, en estatus, en prestigio social.

Todavía guardo amigos de esos años. Amigos entrañables, como Iván. Él, que era una especie de genio del absurdo: un tipo ingenioso, irreverente, siempre en el borde. Después de una vida alocada —que no podría resumir sin traicionarla—, terminó trabajando como psicólogo en el colegio de mis padres. Su especialidad, según él, era atender niños. Aunque su interés siempre parecía desviar un poco la mirada: le preocupaban, curiosamente, aquellos cuyos problemas venían acompañados de madres jóvenes y atractivas. Así era Iván. Nadie sabía si reírse o escandalizarse. O ambas cosas.

En la universidad, me encontré con un grupo peculiar: una multitud de judíos, todos hijos o nietos de migrantes venidos de aquí y allá. Sefaradíes y asquenazíes, mezclados en una diversidad que era, a la vez, cultural, social y política. Santiago, en ese entonces, los tenía repartidos como si fueran piezas de un rompecabezas desigual: los ricos ocupaban las laderas caras de la ciudad, los pobres se agolpaban cerca del centro. Prejuicios, estereotipos, y entre medio, la realidad que no encaja en las ideas prefabricadas.

Para mí, fue como un puente inesperado, un giro material a mi obsesión de adolescencia: la historia del Holocausto, las guerras de independencia, esa secuencia interminable de conflictos que parecía culminar, siempre, en otra guerra. Hasta la primera guerra con el Líbano, ahí me quedé, atrapado entre fechas y mapas.

Mi mejor amigo de esos años era judío. Su abuelo había empezado desde abajo, literalmente: vendía ropa en un carretón, empujándolo por calles que probablemente ya no existen. Usaba el truco de los pagos semanales, ese pequeño crédito que parecía casi una invitación al progreso. Y progresaron, como tantos otros. El abuelo triunfó; la familia creció con un pie firme en la economía y otro en el prestigio. Lo mismo que los palestinos: historias paralelas que convergían en el éxito.

Fue mi amigo quien me abrió la puerta a muchos mundos que no conocía. Espacios comunitarios de toda clase, aunque con una inclinación marcada: eran de izquierdas, abiertamente opositores a la dictadura. Y ahí estaba el quiebre. La comunidad judía se partía como un espejo roto, igual que la palestina y el país: algunos tenían familiares entre los detenidos desaparecidos, otros eran defensores acérrimos de Pinochet. Los ecos de la historia rebotaban de un lado al otro, y yo escuchaba, tratando de entender.

Por entonces, aún se daba ese fenómeno curioso: junta a dos judíos y tendrás tres opiniones —y ninguna se pondrá de acuerdo con la otra. Era un espectáculo fascinante. Incluso en el contexto del conflicto eterno con los palestinos, en Chile había algo más que simple cordialidad entre ambas comunidades. Parecían convivir en una tregua tácita, una especie de anomalía en el mapa global.

De esa época recuerdo especialmente a Amir Sachs. Tenía un apellido financiero, como él mismo decía con sorna, pero insistía en que era "uno de los judíos pobres". Contaba los mejores chistes de judíos, esos que hacían fruncir el ceño a los más formales de la comunidad. Pero lo que realmente les sacaba de quicio era su religiosidad. No era ortodoxo tradicional, ni siquiera llevaba kipá. Sin embargo, pedía siempre que no hubiera actividades académicas los sábados, por el shabat. "No pienses que todos somos iguales", me decían los otros, como si la religiosidad fuera algo que había que esconder. Eran otros tiempos.

Amir, si hubiera nacido en Nueva York, habría sido un comediante perfecto, como Woody Allen. Tenía ese aire de genio desordenado, de neurótico encantador. Un amigo actual, físicamente su opuesto, siempre me lo recuerda: ambos comparten el talento peculiar de embaucar serpientes y prometer lo que nunca llegará. Amir era un prometedor serial, un experto en pintar futuros que no existían. Fantasioso, divertido, imposible de odiar. Ambos son capaces de dejar heridos reiteradamente, pero si no eres el destinatario de sus promesas, podías reírte; si lo eras, bueno, te tocaba esperar sentado.

La historia de estos dos grupos migrantes es, en el fondo, un espejo que se mira a sí mismo. Dos trayectorias paralelas, llenas de similitudes: gente que empezó con nada más que sus manos y terminó con todo. El éxito económico, financiero, social. La entrada triunfal en el mundo político, con representantes que abarcan todo el espectro ideológico. Dos historias que, aunque separadas por océanos y conflictos, terminan convergiendo en el mismo destino: la integración como forma de conquista.

Entonces, ¿qué podemos aprender de ellos? Porque de eso se trata, ¿no? De buscar lecciones. Y en sus historias de vida no aparece ese héroe solitario que tanto nos han vendido, ese emprendedor mítico que triunfa solo a punta de esfuerzo y mérito. No, aquí hay otra cosa. Lo que hay son comunidades que han crecido juntas, que han tejido redes tan densas como invisibles: clientes, proveedores, aliados, amigos. Redes que los sostienen y los impulsan. Redes que, además, no se cierran en sí mismas, sino que extienden un puente hacia el país que los recibió. Porque integrarse no es solo adaptarse; es también transformar el lugar al que llegas.

El éxito, como siempre, tiene menos de individual y más de colectivo. No se trata solo del esfuerzo propio, ese que tanto nos gusta romantizar. Se trata del esfuerzo compartido, de una comunidad que empuja, que sostiene, que multiplica las posibilidades. Así nacen los negocios que crecen, las familias que prosperan, las historias que trascienden. Es algo que muchos empresarios locales deberían entender: solos, nadie llega lejos. Por más que quieran recordar sus logros como hazañas personales, la verdad es otra. Detrás de cada empresario exitoso hay una red, una comunidad que lo conecta con su mercado, con sus clientes, con sus proveedores. Porque al final, el mercado no es más que eso: una gran red social, una comunidad en movimiento.

Lo sé porque lo vi de cerca. Dos profesores, mis padres, partieron de la nada y construyeron una escuela que lleva más de 50 años de historia. Desde el inicio, la comunidad fue el puntal fundamental de ese proyecto, el cimiento sobre el que se levantó. Hoy, a más de ocho mil kilómetros de donde nací y décadas después de haber dejado ese país, es una lección que no olvido.

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