Un Trump de izquierda o un progresismo irrelevante
¿Cuánto más puede caer la izquierda antes de darse cuenta de que ya no lidera, sino que sermonea?
La izquierda, esa vieja aliada de los trabajadores, hoy parece más un club de lectura exclusivo que una fuerza política. En lugar de marchar junto a las masas, pontifica desde sus cafés urbanos sobre economía circular y microagresiones mientras las fábricas cierran y los salarios se evaporan. ¿Quién los escucha? Nadie. ¿Quién los entiende? Tampoco. Y ahí, en medio del silencio de las manos callosas, apareció un hombre estridente con un discurso propio de un talk show y un peinado imposible, pero que tuvo la audacia de escuchar.
Trump no ganó porque fuera brillante, sino porque entendió que la política no es un seminario: es un espectáculo. Un cóctel explosivo de rabia, esperanza y grandes promesas. Mientras los demócratas escribían informes de 200 páginas, Trump resumía todo en cuatro palabras: "Ellos te están robando." ¿Y la izquierda? Citaba a Derrida y Foucault, con la esperanza de que alguien en Ohio entendiera. Spoiler: nadie lo hizo.
En 2016, un obrero metalúrgico de Ohio lo resumió todo: "Los demócratas hablan de baños transgénero, pero mi fábrica cerró y nadie me explica por qué." ¿La respuesta de Hillary Clinton? Un libro sobre empatía y discursos en Harvard. Porque, claro, nada dice "conexión con las masas" como una firma de libros en una librería elitista. Tres años después, ese mismo obrero votó por Trump. ¿Racismo? No. Desesperación.
Pero la izquierda, con su discurso moralista y su obsesión por la perfección, prefirió ignorar a los desesperados. Era más fácil citar a Foucault que mirar a los ojos al desempleado. Y así, mientras los progresistas corregían pronombres en Twitter, la derecha llenaba las urnas.
El problema no es que Trump haya entendido el espectáculo; el problema es que la izquierda, atrapada en sus torres de marfil, nunca quiso bajar al terreno. Prefirió sermonear desde las alturas en lugar de liderar desde el frente. Si sigue así, ¿qué queda por caer antes de aceptar que el cambio no es una tesis académica? Es acción, o nada.
Los herederos de una traición
¿Y la izquierda de hoy? En lugar de rebelarse para retomar las causas de las mayorías —los trabajadores, los empresarios locales, los jóvenes desplazados—, decidió buscar su redención en las causas simbólicas. Cambió las luchas salariales por talleres sobre microagresiones, y los derechos laborales por debates eternos sobre lenguaje inclusivo. Porque es más fácil cambiar nombres de calles que enfrentar a las élites económicas. Es más cómodo organizar paneles sobre diversidad que marchar junto a quienes sostienen el mundo con sus manos.
Lo que empezó como un abandono de las luchas mayoritarias en los años 80, con Felipe González privatizando empresas públicas y Tony Blair convirtiendo hospitales en negocios, ahora se ha transformado en un progresismo incapaz de mirar más allá de las causas simbólicas. La izquierda no solo traicionó a sus bases, sino que, al obsesionarse con lo simbólico, dejó el terreno abierto para que la derecha llenara el vacío. Porque, mientras la izquierda debate si una estatua debería cambiar de nombre, la derecha ofrece algo —aunque sea humo, aunque sea odio.
El resultado es claro: las masas, desesperadas, eligen lo que al menos parece tangible. ¿Cómo no iban a votar los trabajadores por el primero que les prometiera prenderle fuego al sistema? ¿Cómo no iban a dejar atrás a quienes prefirieron los gestos simbólicos sobre las soluciones reales?
El problema no es que la izquierda defienda causas culturales, sino que lo hace a costa de las luchas materiales. Y mientras siga cambiando la lucha por pan y techo por debates sobre lenguaje inclusivo, las masas seguirán buscando su futuro en manos equivocadas.
Código Trump: Lo que la izquierda no entiende
En 2024, Trump no solo recuperó la presidencia; consolidó una coalición que dejó boquiabiertos a los analistas políticos: multimillonarios de Silicon Valley, pequeños empresarios del Medio Oeste y trabajadores hartos de ser ignorados. Pero no fue simplemente el triunfo del populismo sobre las élites, porque, en realidad, Trump es ambas cosas. Ataca al "sistema" con una mano mientras estrecha la otra con Musk y Bezos. La paradoja es evidente, pero a nadie parece importarle. ¿Por qué? Porque Trump entendió lo que la izquierda aún no: la política es un espectáculo, y en el espectáculo, no importa si eres el héroe o el villano, siempre que seas el protagonista.
Trump convirtió la política en un campo de batalla emocional. "Ellos te están robando." ¿Quiénes son "ellos"? Da igual. Pueden ser China, los inmigrantes o los medios tradicionales. Lo importante es que hay alguien a quien culpar, alguien que personifique los miedos y las frustraciones del pueblo. Y mientras tanto, las élites tecnológicas —los Musk, los Bezos, los Zuckerberg—, siempre astutos, se suben al carro de la retórica populista para proteger sus intereses. Porque, claro, nada protege mejor tus miles de millones que un discurso que convenza a las masas de que eres uno de ellos.
Lo que la izquierda no entiende es que la política no se gana con razón, se gana con emoción. Mientras los demócratas escriben planes de 200 páginas y justifican cada paso con análisis académicos, Trump grita en Twitter: "¡Ellos te están robando!" Y funciona. Porque las masas no quieren explicaciones complicadas; quieren un enemigo visible, un culpable que les permita transformar su frustración en acción. Y si nadie se los da, Trump está más que dispuesto a ocupar ese vacío.
La izquierda, en cambio, se enreda en sus propios principios y evita señalar culpables. No vaya a ser que ofendan a alguien. Prefieren hablar del "sistema" en abstracto, de "estructuras opresivas" y "modelos económicos". ¿Quién entiende eso? Nadie. Y mientras tanto, Trump sigue ganando seguidores.
¿Cómo no iban a elegir al que al menos les ofrece un enemigo claro? ¿Cómo no iban a seguir a quien entiende que el resentimiento es un recurso político, no un problema que hay que ignorar?
Si la izquierda quiere recuperar terreno, necesita aprender algo del manual de Trump. No se trata de imitar su autoritarismo o sus tácticas divisivas. Se trata de entender que la política es lucha, que se juega en el terreno de las emociones y que, sin un enemigo claro, no hay narrativa que conecte con las masas.
¿Es posible un populismo progresista?
La pregunta no es si la izquierda puede ganar, sino si tiene el valor de dejar de sermonear y empezar a luchar. Porque construir un populismo progresista no es un ejercicio de diseño académico ni una campaña de marketing inclusivo. Es una guerra de narrativas, donde las emociones se anteponen a los tecnicismos y donde la audacia reemplaza a la mesura.
Trump lo entendió: la política no es razonable, es visceral. Es prometer lo imposible y convencer de que lo imposible está al alcance. Mientras la derecha grita en frases simples que arden como consignas, la izquierda sigue atrapada escribiendo informes interminables, corrigiendo sus propios errores y explicando por qué no puede soñar. Pero el populismo no premia la humildad; premia la audacia.
Cuatro pilares para un populismo progresista:
- Un enemigo visible y concreto.
No se puede movilizar sin un culpable claro. Las masas no odian sistemas abstractos, odian personas y nombres. Amazon, BlackRock, Goldman Sachs. Trump dijo “China” y conectó. La izquierda debe decir: “Ellos son los que te explotan.” Si no hay alguien a quien señalar, no hay rabia que movilizar. - Lenguaje superlativo y fantasías aspiracionales.
No hay espacio para la moderación. Las frases deben ser absolutas y memorables: “Nunca más seremos invisibles.” “El mayor programa de justicia económica de la historia.” Y sí, las promesas deben incluir un elemento de fantasía: “Acabaremos con la pobreza laboral en cinco años.” Porque no importa si parece imposible; lo que importa es que despierte esperanza. - Nunca reconocer errores y siempre doblar la apuesta.
La izquierda tiene una obsesión casi patológica con disculparse. Cada vez que un líder progresista admite un error, se desmorona un poco más. El populismo, en cambio, enseña algo simple: cuando te atacan, ataca el doble. Si te critican por prometer demasiado, promete aún más. Porque ceder no es diálogo; ceder es debilidad. Y la debilidad no inspira. - Una narrativa de resistencia y esperanza.
La rabia necesita dirección, pero también necesita un horizonte. El mensaje debe ser claro: “Nos han robado demasiado; ahora es nuestro momento de recuperarlo todo.” Trump prometió “Hacer América grande otra vez.” Un populismo progresista debe prometer: “El poder para quienes sostienen este país.”
La política no es un terreno para quienes buscan equilibrio. Es una lucha donde solo los audaces sobreviven. La pregunta no es si podemos construir un populismo progresista. La verdadera pregunta es si la izquierda está dispuesta a abandonar sus inseguridades, a dejar de disculparse y a pelear con todas las herramientas disponibles. Porque si no lo hace, alguien más llenará ese vacío. Y probablemente, lo hará peor.
¿Cómo debe ser el nuevo líder progresista?
El nuevo líder progresista no es un académico atrapado en debates ni un burócrata dedicado a administrar lo posible. Es un estratega que entiende que la política es visceral, no razonable. Este líder no solo promete: actúa. No solo inspira: transforma. No se detiene ante los golpes; los utiliza para avanzar. Es, sobre todo, un hombre de acción, alguien que lidera desde el frente, no desde una torre de marfil.
- Carisma para encender emociones y prometer lo imposible.
Este líder no se conforma con gestionar expectativas; las eleva. Habla el lenguaje de las masas, conecta con su frustración y les devuelve esperanza. Sus promesas no son razonables ni burocráticas, son visiones: “Nunca más seremos invisibles.” “Acabaremos con la pobreza laboral en cinco años.” Porque la política no es lógica: es la capacidad de soñar con lo imposible y convencer de que está al alcance. - Un enemigo claro y un conflicto explícito.
La política es lucha, y este líder lo sabe. No hay narrativa sin un adversario visible. No habla de “estructuras opresivas” o “modelos sistémicos”; señala con precisión: corporaciones que explotan, fondos buitre que saquean, políticos que legislan para unos pocos. Este líder no teme nombrarlos porque entiende que la rabia necesita dirección, y sin un enemigo concreto, no hay propósito que movilice. - Hombre de acción: las palabras no bastan.
Este líder no se queda en el discurso; lidera con hechos. Si promete, cumple. Si organiza, lo hace desde el terreno, no desde una oficina. Las masas no lo siguen solo por lo que dice, sino por lo que hace. Es alguien que construye resultados tangibles mientras transforma el descontento en acción colectiva. Es el que aparece en la trinchera cuando las palabras ya no son suficientes. - Constructor de poder colectivo con las mayorías en el centro.
El cambio no depende de un salvador, sino de un movimiento. Este líder sabe que el poder real se construye desde abajo, con los trabajadores, los pequeños empresarios y los jóvenes desplazados. No ignora las luchas culturales, pero entiende que las prioridades son pan, techo y dignidad. Su liderazgo organiza, conecta y moviliza comunidades, transformando el descontento en redes de resistencia y acción.
Un liderazgo que no puede esperar
El nuevo líder progresista no es una figura para el futuro: es una urgencia del presente. Es quien puede enfrentarse al poder sin pedir permiso, quien transforma promesas en realidad, y quien llena el vacío dejado por décadas de inacción. Porque si este liderazgo no emerge, el resentimiento seguirá siendo usado para dividir y controlar. Y entonces, las masas seguirán buscando su salvación en las manos equivocadas.
El tiempo de la audacia
El mundo no cambiará con buenos modales ni con gestos simbólicos. No basta con discursos pulidos ni con promesas tibias. La izquierda, si quiere liderar de nuevo, debe abandonar sus torres de marfil y descender al terreno real: las calles, las fábricas, los barrios. Es ahí donde están quienes sostienen el mundo con sus manos y su esfuerzo, esperando un liderazgo que no les sermonee, sino que les guíe.
El nuevo líder progresista no puede ser un gestor de lo posible; debe ser un arquitecto de lo necesario. Alguien que despierte la rabia contra las élites, que inspire esperanza en un futuro común y que actúe sin pedir permiso. Este líder no debate sobre qué términos son políticamente correctos; lidera una lucha que devuelve pan, techo y dignidad a las mayorías.
El populismo no es ni bueno ni malo: es una herramienta. Y si la izquierda no aprende a usarla para construir justicia social, alguien más la usará para destruirla. Porque ya no hay tiempo para esperar ni para perfeccionar el discurso. Ya no hay margen para la mesura.
La pregunta no es si necesitamos un Trump de izquierda. La verdadera pregunta es si estamos listos para aceptar que el cambio real exige audacia, emoción y una narrativa que encienda el espíritu. Porque si la izquierda sigue titubeando, el futuro no esperará.
El tiempo de las dudas ya pasó. El tiempo de la audacia es ahora. Y no habrá otra oportunidad.